Numerosas civilizaciones vieron en los arboles una especie de eje universal, capaz de unir diversos mundos a través de sus raíces y ramas. En épocas remotas se suscito una lucha encarnizada entre las huestes del “Otro Mundo” comandadas por Arawn, un señor de la guerra y la muerte, y Gwydion, un poderoso hechicero gales. Este invoco a los árboles y arbustos que habitaban los bosques de Britania para formar a su ejército. Enormes y fornidos robles de hasta 30 metros de altura, así como abetos y sauces, despertaron de su letargo y tras arrancar sus raíces se dirigieron a la batalla. La lucha fue cruenta. Algunos de estos peculiares soldados terminaron devorados por las llamas y convertidos en cenizas. Otros fueron deshojados pero al final sus grandes y fuertes ramas, con las que arrojaban a sus enemigos, los ensartaban o aplastaban, se impusieron y les permitieron salir airosos. Esto lo relata Taliesin (Siglo VI), el más antiguo poeta gales conocido, en su poema La batalla de los arboles, o Cad Goddeu, donde hace patente la importancia de estos seres naturales en las tradiciones celtas.
Toco madera
Durante la Edad de Hierro (1200 a.C.) los bosques cubrían gran parte de Europa, habitada por las tribus celtas. Estas desarrollaron su cultura alrededor de los arboles, en especial el roble. De ellos obtenían bayas y frutas, madera para construir sus viviendas y fuego para calentarse durante el invierno y cocinar sus alimentos. Además los druidas, la mítica clase sacerdotal celta, celebraban sus rituales y ofrendas en santuarios al aire libre conocidos como nemeton, y de las hojas y savia de los arboles obtenían la materia prima para elaboración de remedios y medicinas.
Los arboles no eran vistos como simples elementos de paisaje, sino como símbolos religiosos del más alto valor. Eran la significación de ascensión permanente, capaces de unir el cielo –donde posan su forraje- con nuestro mundo –donde regalan sus frutos, hojas y ramas- y la tierra –donde descansan sus raíces-. El mismo origen del término “druida” está relacionado con la palabra árbol, como da testimonio el escritor Plinio el Viejo (23-79) en su Naturalis historia. A tal grado llegaba su adoración por estos elementos, que los druidas, además de portar siempre una hoja de roble en cada uno de sus ritos, consideraban tabú el talar ciertos tipos de arboles.
Aparte de los celtas existieron numerosas culturas que en sus inicios fueron adoradoras de arboles, siendo estos uno de los elementos más representados en la simbología antigua. Persas, fenicios, griegos, hindúes, árabes, así como paganos y cristianos, vieron en el árbol la imagen del poder y el misterio de la naturaleza. Ya desde la época del imperio caldeo (600 a. C.) en Oriente era común usarlos como símbolos, y dada su cualidad de perder las hojas en otoño e invierno pero regenerarse en primavera, se les asocio con la idea del renacimiento después de la muerto o la inmortalidad. Algunos pueblos, como los mapuches, que habitan en Chile y el sur de Argentina, creían que los espíritus de sus antepasados reencarnaban en ellos por lo que hacían oraciones y pedían perdón cada vez que un árbol tenía que ser cortado. Por su parte, las grandes variedades que pueden vivir cientos de años fungieron como deidades asociadas a la longevidad, la fertilidad, la sabiduría y la misma vida.
Eje universal
Cada civilización tiene uno o varios representantes en el mundo arbóreo. Así, para los árabes fue el olivo, símbolo de paz, capaz de adaptarse al agreste clima de oriente y el cual brinda su aceite y fruto; los hindúes reverenciaron al árbol de shala (Shorea robusta), nativo del subcontinente indio y que se cree era el árbol del dios Vishnu. La tradición budista narra que bajo uno de ellos tuvo lugar el nacimiento de Siddharta Gautama Buda (siglo V a. C.). También se afirmaba que la higuera era la encarnación del dios Krishna, benefactor de la humanidad. Entre las culturas prehispánicas de Mesoamérica la ceiba (yaaxché, para los mayas) era un símbolo sagrado que comunicaba entre si a los diferentes planos del Universo; sus ramas permitían la entrada a los 13 cielos.
Entre los escandinavos, en su mitología el árbol fue un elemento de gran relevancia. En ella, el eje del mundo es precisamente representado por un fresno, el mítico Yggdrasill, el más famoso de los arboles cósmicos, el cual sostiene a los diferentes mundos en los que se divide el panteón nórdico así como a los seres que habitan en el. “Sus raíces –menciona Mircea Eliade en su tratado de historia de las religiones- se hunden hasta el corazón de la tierra, donde se halla el reino de los gigantes y el infierno. Junto a él está la fuente milagrosa Mimir (meditación o recuerdo), en la que Odín dejo como prenda un ojo suyo y a la que vuelve sin cesar para refrescar y aumentar su sabiduría”. Junto a Yggdrasill se halla la fuente de Urd, donde celebran consejos los dioses e imparten sentencias. Es precisamente con el agua de Mimir que se riegan las ramas del gigantesco fresno; así recupera su juventud y fuerza. Sin embargo, de acuerdo con el mito, aunque el fin del mundo llegue y el Yggdrasill se sacuda hasta sus cimientos, no caerá, es decir, el mundo no será desintegrado.
Esta imagen del árbol como eje o centro del Universo es recuperada una y otra vez por diferentes cosmovisiones, como en el antes mencionado árbol Yaaxché o en los pueblos del Ártico. Otro rol relevante que dan los nórdicos a estos seres estáticos es el de materia primigenia, de la cual descenderían el primer hombre y la primera mujer, cada uno hecho a partir del fresno y del olmo respectivamente. Esto fue compartido con los mitos siberianos, que narraban como mientras el hombre fue obtenido de un lárice (Larix decidua) la mujer provenía de un abeto; o las tradiciones Indonesia, donde a partir de una higuera cortada en vertical los dioses crearon al hombre y con cortes horizontales a la mujer.
Fruto prohibido
Algunos de estos árboles y sus frutos tenían propiedades fantásticas o poderes ocultos. En ciertos casos eran asociados con la sabiduría o la inmortalidad. Por ejemplo, en las narraciones cristianas se habla de “Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal”, que se hallaba en medio del Jardín del Edén, según el Génesis bíblico. Aunque Adán y Eva podían comer de cualquiera de los arboles que crecían en el huerto, les estaba prohibido consumir del fruto de aquel. Tras caer en la tentación, ellos adquirieron el conocimiento y se convirtieron en mortales.
Otro que cayó en desgracia tras comer un fruto sagrado fue el Rey Mono de las leyendas chinas. Se dice que el travieso personaje viajo hasta el Reino Celestial y robo los melocotones de la inmortalidad. Ante su afrenta, fue encerrado en una montaña. En los mitos griegos existen varios frutos dignos de mención, como las manzanas doradas de la diosa Hera en el Jardín de Hespérides. Estas eran custodiadas por el dragón de cien cabezas Ladón, y solo Hércules fue capaz de robarlas. La deidad nórdica Iounn era la guardiana de las manzanas doradas que daban la inmortalidad a los dioses. La leyenda dice que un gigante amenazo al dios Loki para que le diera a Iounn. Este acepto y el gigante se llevo a la doncella; pero cuando Odín y sus hijos comenzaron a envejecer, se percataron de su ausencia. Tras delatarse a sí mismo, Loki rescato a Iounn y a sus preciadas manzanas, permitiendo así que los dioses siguieran disfrutando de su vida eterna gracias al fruto sagrado. Aunque actualmente los arboles han perdido parte de esa espiritualidad que los definió, al ver su tamaño y longevidad resulta sencillo saber porque causaron tanta fascinación y respeto entre nuestros antepasados.